La revolución de los nadies (#DíadeMuertos)



Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
—Eduardo Galeano—
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La revolución de los nadies


El incidente ocurre un jueves. Aparentemente un jueves normal, pero no lo es. Es el Día de los Muertos, es el 1 de Noviembre de 2018, Los primeros rayos del sol se reflejan en los espejos de los rascacielos, rebotando a su vez sobre las superficies esmeriladas de los automóviles. En el aire huele a ozono. Con cierta somnolencia, despierta Wall Street.
Y entonces, ocurre. Nadie sabría decir cómo —ni mucho menos por qué— pero ahí están ellos, como una singularidad cuántica: centenares de miles de hambrientos. ¿Qué les lleva hasta ese lugar en ese momento? ¿Han sido teletransportados por algún ente inteligente quizá? ¿El espacio abrió algún portal interdimensional que les condujo hasta allí? ¿O se trata tal vez del universo ejerciendo justicia poética? Mucho se especulará en el futuro sobre el origen del incidente, en vano. Por supuesto, los creyentes de cualquier religión encontrarán respuesta en su Dios, eso por no mencionar los acólitos del karma, aún peores. En mi opinión es difícil creer que habiendo estado Dios —o el karma— callado tanto tiempo, decidiera en ese momento intervenir.
En cualquier caso, algo resulta irrefutable: los hambrientos están ahí. En el centro neurálgico de Manhattan. Desorientados. Confusos. Sudando bajo la canícula neoyorquina. Utilizando la mano de visera para protegerse mejor de los destellos arrebolados que les devuelven los cristales. Somalís, etíopes, ugandeses, mozambiqueños… enjutos ciudadanos de todas las nacionalidades explotadas. Como una gran marea de estantiguas fantasmagóricas, como una jauría de zombis, invadiendo el centro de Rockefeller Center y sus aledaños.
Pasado el primer momento de sorpresa, la masa humana reacciona. Eléctricamente, millones se despliegan con avidez por ese tablero de Monopoly de la ciudad de Nueva York. Riendo. Llorando. Ocupando los edificios. Toqueteando todo con curiosidad infantil.
Especialmente grotesco es el momento en que centenares de ellos abordan un MacDonalds, en la Quinta Avenida. Con el ímpetu y la furia de un tsunami, la legión de famélicos irrumpe en el local y se encaraman a las mesas amarillas y rojas, adentrándose hasta la cocina. Dedos esqueléticos se cierran con furia sobre las hamburguesas recién hechas.
—Saben a mierda —argumentan algunos, como disculpándose—, pero tenemos hambre.
¿Y a todo esto, qué hay de los ciudadanos —valga el eufemismo— “normales”? ¿De qué manera reacciona el estadounidense medio? Con miedo, cómo si no. Con el mismo pavor que si una tribu de bárbaros, una legión de romanos u otro anacronismo hubiera invadido su cotidianeidad. Lo que contemplan les parece tan ajeno a su espacio como a su tiempo. Aunque no sea así, aunque la muchedumbre de desnutridos sean coetáneos suyos, a apenas medio mundo de un mismo mundo.
Resulta paradójico, además, que los que tienen más miedo son los que más tienen que esconder. Su aspecto taimado no puede ocultar por más tiempo su cobardía. El traje de repente les queda holgado, el maletín se les escurre de las manos. Bajo sus pantalones a medida, muchos especuladores bursátiles se cagan —literalmente— al verse rodeados por el enjambre de desheredados. «Sin duda vienen a por mí», pondera un tipo de traje gris que esconde en su cartera acciones especulativas de maíz, trigo, arroz y soja. «Ellos son muchos y nosotros tan pocos…», medita otro que con sus operaciones financieras desplazó comunidades autóctonas enteras. El denominador común es la incertidumbre. La incertidumbre y cierto ineludible sentimiento de culpa.
—¡Tened, cogedlo todo! —envuelto en lágrimas, un orondo broker les arroja doscientos dólares mientras huye a la carrera.
No es el único que huye. En pavorosa estampida, los otrora todopoderoso amos del mundo se escabullen como pueden. Abandonados a su suerte, los papeles de los fondos de inversión vuelan en el aire como gaviotas obscenas. Los balances de los mercados de valores son pisoteados por aquellos a quienes antes pisotearon. Esta es su revolución. La revolución de los nadies de que hablaba Galeano. Su pequeña revancha. Llamando a la puerta de casa, haciendo visible y palpable el terror de la hambruna[1].
¿Qué llevó a los nadies hasta ese lugar en ese momento? Como hemos dicho anteriormente, nadie lo sabe. Pero lo cierto es que, tras pocas horas, desaparecen con la misma rapidez con la que vinieron. Como un suspiro, ¡bluf!, regresa cada nadie a su realidad oprimida. Termina el caos con la fugacidad de un espejismo. El incidente tiene un fin tan abrupto como su génesis.
Después del mismo, las consecuencias en el Primer Mundo no se hacen de esperar. El pánico experimentado en primera persona acostumbra a tener efectos inmediatos. Como autoinculpándose —y recordemos: «excusatio non petita, accusatio manifesta»—, los países ricos convocan una “Conferencia de Donantes”, un nuevo ejercicio de altruismo mal entendido, de hipocresía absoluta. Por supuesto, nadie menta la creación del consabido Impuesto a las Transacciones Financieras (ITF) que ponga límites a la avaricia especulativa. No, el estatus quo debe ser mantenido a toda costa, la pantomima obligada a perpetuarse. Una vez fregado y saneado el estropicio, Wall Street continuará operando incólume, como si tal cosa. Igual que anteayer y pasado mañana.
Así, si nada muta, si todo debe cambiar para que todo siga igual, podemos preguntarnos: ¿para qué se produjo la revolución de los nadies? ¿De que sirvió? Aparentemente para nada, recordándola tan baladí como inexplicable. Sin embargo, si miramos hacia dentro veremos que el incidente sí dejó algo tras de sí: un poso intrínseco, una desazón silenciosa, un temor latente que nadie osa reconocer. Pero ¿acaso no lo notáis?, la gente ahora vive con miedo.
Miedo del día en que otro incidente nos envíe a nosotros a su mundo.
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Corolario: Una caravana de migrantes cruza México y Trump anuncia que enviará otros 8.000 militares a su frontera. A proteger su frontera. Como si el hambre se pudiera detener. Como si los nadies no hubieran aprendido a saltarlas.



[1] (cuando más de dos personas por cada 10.000 habitantes muere al día por hambre, según la ONU)



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